La historia de los primeros hombres que pisaron "oficialmente" América.
Eran 120 hombres, piojosos y hambrientos, "que más parecían almas en pena": los primeros europeos en llegar a suelo americano, hace cerca de 520 años. Las tres carabelas eran dos y Martín Alonso Pinzón no fue el primero que divisó tierra. Las carabelas propiamente dichas eran La Pinta y La Niña, las dos primeras naves de aquella expedición en que viajaban 120 tripulantes piojosos y hambrientos, que más parecían almas en pena. La última no era un clásico velero de tres mástiles, mucho más grande y menos rápido que una carabela. Como si no fuera suficiente, tampoco es verdad que esa tercera embarcación tuviera por nombre Santamaría. El 3 de agosto de 1492, día en que zarparon de España rumbo a la gloria, para cumplir una epopeya digna de la mitología griega, el buque se llamaba María Galante; así aparece registrado en los archivos de la época, que se conservan en Sevilla. Fue el propio Colón, cuando empezaron las terribles penurias del viaje, el que lo rebautizó en busca de la protección divina de la Virgen Santísima. A mar abierto Han pasado más de dos meses desde que partieron de Palos de Moguer, un pueblo de navegantes, minas rústicas de carbón y pescadores artesanales, perdido en la desembocadura del río Tinto. Para ser exactos, llevan 62 días de sufrimientos a mar abierto. No han visto más que agua y cielo. Ni un pájaro siquiera. Algunos han enfermado de tuberculosis. Los tormentos son interminables. El hambre es tan agobiante que un sargento de grumetes, Sebastián de Ecija, escribe en su propio cuaderno de bitácora que tuvo que comerse las tiras deshilachadas de su pantalón de lona, aliñadas con agua de sal, para engañar el estómago. En medio de las desgracias se permite una pizca de humor. "El pantalón sabe a carne de cordero", anota en sus memorias. Son españoles: tienen un sentido trágico pero también cómico de la vida. La semana pasada no aguantaron más. Se amotinaron. Enloquecidos por la desesperación, acusan a Colón de haberlos embarcado en una aventura sin destino. Estuvieron a punto de lincharlo. El almirante, que hoy se levantó temprano, como todos los días, camina pensativo por la cubierta de La Pinta, que encabeza la caravana porque es la nave del almirante. No sabe si podrá resistir la próxima sublevación. Acaba de cumplir 41 años y es un hombre de pocas palabras, que parece encerrado en sí mismo. Nadie puede decir que lo ha visto sonreír. En las últimas semanas ha envejecido y ahora tiene cara de apesadumbrada anciana. Hoy es viernes. Viernes 12 de octubre de 1492. Amanece. No hay viento. La mar océana, como a él le gusta llamarla, está en calma. El mundo parece que se hubiera quedado quieto. El primer sol del día se alza muy pálido, en la parte más lejana del horizonte, porque estamos en la temporada lluviosa de este paraje que algún día se llamará Caribe. Poco después de las 6 de la mañana, el almirante ve pasar a la derecha de su navío un puñado de algas podridas que flotan sobre la cresta del oleaje. No eran muchas, pero un navegante encallecido sabe lo que significan. Da un salto de emoción. Regresa a su camarote y escribe en el diario: "Plantas y raíces a estribor. Si hay vegetación, tiene que haber tierra. Estamos muy cerca". Rodrigo de Triana ha estado de turno toda la noche en la meseta del vigía, que queda en la parte más alta del palo mayor. Ahora, mientras termina de clarear la mañana, descabeza un sueño atrasado durmiendo a pedazos. De súbito, aquel centinela flaco y de baja estatura, que tiene un ojo torcido y que ha sido marino de ocasión, estibador sin trabajo y asaltante nocturno en las calles de Huelva, cree ver dos siluetas pequeñas que bailan entre la bruma. Teme que el hambre lo esté haciendo alucinar. Por si las moscas, Triana afila su ojo bueno. Revisa con cuidado. Allí están, retozando, a veinte metros de su cara, dos gaviotas de cabeza negra, pájaros madrugadores. Vuelan hacia el occidente, aguas afuera. El vigía hace una conjetura de marino, equivalente a la que escribió Colón: "Si hay pájaros, hay tierra". En sus escabrosas noches de taberna, de regreso a España, Triana relataría a los parroquianos lo que sintió en ese momento. Dice que lo primero que hizo fue levantarse del puesto de vigilancia y seguir con la mirada el recorrido de las gaviotas. Vio una palma de coco en una playa que parecía ennegrecida por los aguaceros recientes. Empezó a temblar. Y entonces, con ambas manos alrededor de los labios, para hacer una bocina, pegó aquel grito que habría de cambiar para siempre la historia humana: -¡Tierraaaaaaaaa! ¡Tierra a la vista! (No fueron dos los ojos que primero la vieron, sino uno solo, el ojo bueno de Rodrigo de Triana, el que avistó a América.) Tan fuerte y agudo chillido del vigilante despertó a todo el mundo. No pudo darlo por segunda vez, como era su propósito, pues se quedó afónico. La garganta le ardía. La roñosa carabela se llenó de correndillas y alegría. Los mismos tripulantes que hace una semana intentaron ajusticiar a Colón tirándolo al mar, ahora quieren alzarlo en hombros, como un triunfador. El italiano, tan discreto toda su vida, se niega con palabras de buena crianza a recibir semejante homenaje. -Primero lo primero -dice a sus hombres, y se aparta de ellos. Va a la parte delantera de la proa; levanta con la mano derecha el estandarte de los reyes católicos, que le financiaron la odisea; se hinca de rodillas sobre las tablas ruinosas de la cubierta y se echa la señal de la cruz. Luego, ve una guacamaya de doscientos cincuenta colores que lo mira desde la arboleda. El primer baño de mar Colón impuso su autoridad en medio de la algarabía. Ordenó que primero bajaran a tierra los tres capitanes de las embarcaciones, el escribano Escobedo, que sería el encargado de levantar el acta oficial, y él mismo. Así se hizo. Luego saltaron los tripulantes. Aquella chusma feroz, compuesta en su inmensa mayoría por truhanes de cantina, presidiarios, náufragos de la vida, gente sin futuro, se lanzó frenética al agua fresca. Reían y lloraban, se hacían bromas. Hoy, cualquiera los habría tomado por un enjambre de escolares inocentes que se divertían en vacaciones. Habían llegado a lo que se conoce como el archipiélago de las Bahamas. Al contrario de lo que suele pensarse, Cristóbal Colón no fue un aventurero afortunado, sino un admirable navegante que había trabajado para los grandes mercaderes de Génova, su ciudad natal. Padeció varios naufragios y escapó de la persecución de los piratas, cuando resolvió que quería ponerse a estudiar. En la universidad de Coimbra, en Portugal, aprendió en profundidad cartografía, altas matemáticas y astronomía. Siendo ya un hombre ilustrado, se unió a la tesis del sabio Toscanelli, quien sostenía que la Tierra era redonda. En consecuencia, decía Colón, si uno navega siempre hacia el occidente, sin necesidad de darle la vuelta al mundo por el sur de África, llegará más rápido a la India, donde hace quinientos años se amontonaban el comercio y la riqueza. En pocas palabras: Colón no salió de España a buscar un mundo nuevo, del que nadie tenía noticia, sino a buscar un camino nuevo para llegar al mundo viejo. Fue su tenacidad la que le permitió encontrar lo que no andaba buscando. 'De fermosos cuerpos' Empieza a reunirse en la playa mucha gente de aquella isla pedregosa, a la que los nativos llamaban Guanahaní y que el almirante bautizaría de inmediato como San Salvador. Colón era, además, un estupendo narrador, como lo demuestra su diario: "Les di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescuezo. Venían nadando adonde nosotros estábamos y nos traían guacamayas o hilo de algodón en ovillos, que les cambiábamos por cascabeles". Es falsa la leyenda de que el almirante encontró aquí unos indiecitos enjutos y de baja estatura. Fue exactamente al revés, según su propio testimonio: "Eran todos jóvenes, que ninguno vi de más de 30 años. Muy bien hechos, de fermosos cuerpos, altos y fuertes. Andan todos desnudos, como su madre los parió, y también las mujeres, pero no vi más que una buenamoza". Epílogo Ni él mismo supo en vida el verdadero alcance de su hazaña: murió catorce años después de aquella mañana, en 1506, a los 55 años, convencido de que había llegado a territorio asiático por un camino más corto, como era su propósito. Lo persiguió la infamia, lo metieron en la cárcel, le regatearon sus derechos, fue abandonado por todos, incluido su hijo Diego, un zángano que vivió de la gloria de su padre. En el mundo que él descubrió existe una sola nación que lleva su nombre. Se llama Colombia, que es como debería llamarse el continente entero. JUAN GOSSAÍN